Mi verdadera lucha


En muchas de mis entradas he hecho referencia a una enfermedad que tuve.
Quizás no sea necesario pronunciar su nombre, quizás me falte valor para ello, pero esta entrada voy a dedicársela a ella y cómo cambió mi vida.

Esa enfermedad se llama depresión.

Muchas personas confunden la tristeza con la depresión.
La tristeza es un estado de ánimo, pasajero, que se tiene en momentos concretos de nuestras vidas. Totalmente necesaria para conocer a su hermana la felicidad. No existe la una sin la otra.
La depresión es una enfermedad. Una enfermedad que precisa de terapias y tratamientos, que aparece para quedarse, que te mata poco a poco y te ata las manos para que no puedas hacer nada contra ella. Es una secuestradora, asesina, ladrona, acosadora.
No tiene compasión, te destroza la vida, la mente y el alma; desestructura las relaciones familiares y de amistad; consigue que la tierra te trague y te lleve al mismísimo Averno, para someterte al diablo.
Te apaga todas las luces de tu camino, te quema, te desespera. 

No es un estado de ánimo. Es un desánimo constante. No te deja descanso. Día tras día, mes tras mes, año tras año.

Viví bajo su sombra durante trece años. Una sombra que me quemaba la piel y me hacía arrastrarme por el suelo anegado de lágrimas que brotaron de mis ojos durante una eternidad.

Me hizo creer que no era merecedora de instantes de felicidad, de los que te llenan e iluminan el alma. Me convirtió en alguien insegura de mí misma, desastrosa, incapaz, inútil.

A veces, parecía que me daba una tregua y todo tenía un poco de luz, pero toda energía duraba un instante. Esos momentos se me escapaban de las manos y no podía hacer nada. O no quería.
La salida más fácil siempre fue huir de la batalla.

Un día tomó más fuerza que nunca, y me vi arrodillada rezándole al rey de los infiernos. Conocí a Satanás y le pedí que acabara conmigo, con mi existencia, con mi sufrimiento. Le habría regalado mi alma, mi ser, mi vida.

Muchas veces estuve a punto de acabar yo misma con ese sufrimiento y dejar de vivir esos momentos de impaciencia e incertidumbre que me quitaban la respiración, llenaban mis noches de pesadillas y arañaba mi piel.

Muchos fueron los días que me prometí que cambiaría todo. Y, cuando llegaba la noche, todo se volvía a derrumbar.

Pero no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo aguante. Así que tuve que tomar una decisión y elegir entre mi vida y la curiosidad que tenía por lo que podría brindarme o tirar la toalla.

Aquí me encuentro, unos meses después de salir de aquel infierno contándolo. Y no hace falta que diga qué decisión escogí.

No fue una batalla fácil. No fue un camino de rosas.
Todo comenzó con curvas, baches, piedras, charcos, tormentas e incendios. Poco a poco, el camino se fue haciendo más estable.
Puse todo mi empeño en volver a reír y me prometí que volvería a dolerme la barriga y la boca de carcajear, que lloraría solo de risa, que saltaría fuegos y bailaría bajo la lluvia.

Todo fue muy poco a poco. Y al final del camino, de ese túnel tan oscuro, apareció esa luz. Una luz que alguien tenía encendida.
Ese alguien era yo misma, radiante. Como nunca y como siempre debió ser.

Olvidé los nombres que me dolían, apreté dientes y puños y le di luz verde a todos aquellos que querían marcharse de mi lado.
Ame locamente a mi familia. A mi madre, que luchó día tras día por mí. A mi padre, que me mantuvo en una burbuja. A mis hermanos, que me protegieron de vientos huracanados. Mi cuñada que me contaba sus historias para mantener mi mente entretenida. Mis primas que me trajeron a mis sobrinas para que encontrara una buena razón para sobrevivir.
Quise a mis amistades, que pelearon conmigo en la batalla. Que recogían la toalla que yo no dejaba de tirar al suelo.

Lo que la depresión me ha enseñado ha sido a amar, respetar, disfrutar, relajarme, caminar, experimentar, hacer y no arrepentirme, dejar de hacer y quitarle importancia a todo lo que no la tiene, a saber decir adiós a quien no quiere estar a mi lado, a agradecer lentamente.

Lo que la depresión me ha dado ha sido más de lo que me ha quitado. Me curé, sí. Sobreviví a ella. Se marchó y tiene todas las puertas y ventanas cerradas, por si algún día piensa volver.

En mi alma llena de cicatrices hay colgada una señal de prohibido el paso, y un cartel que grita: ¡¡QUE TE FOLLEN!!




Comentarios

  1. Madre mia princesa, qué llantina. Nunca hubiese podido expresarlo así. Te he leído hablando por mí...y me he quitado mil pesos que me asfixiaban. Eres grande, valiente y María. ANTE TODO MARÍA. Te quiero mi princesa

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  2. Eres una heroina. Por caer y levantarte. Por contarlo. Tienes derecho a ser débil. Y a ser fuerte .Y a ser lo que te dé la gana. Pero ahora eres mejor. Con todo mi cariño, Leonor

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